Se ha ido uno de los símbolos más entrañables del fútbol español. Manuel Cáceres Artesero, más conocido como Manolo «el del Bombo», falleció este 1 de mayo en su casa de Moncófa, Castellón. Tenía 76 años. Lo encontraron sus familiares tras varios días sin poder contactar con él. Llevaba tiempo delicado de salud, con problemas vasculares que iban a requerir intervención quirúrgica. Precisaba de la ayuda de dos respiradores y se teme que el famoso apagón puedo dejarlo tocado. Estaba solo. Solo en una casa de apenas 40 metros. Solo también, por desgracia, en su relación con sus hijos.
Pero nunca estuvo solo en las gradas. Allí lo acompañaban miles. Y lo recordarán millones. Porque si había alguien capaz de llevar el bombo por bandera en nombre de todos los colores —aunque siempre vestido de rojo— ese era él. Un hombre que hizo de animar un oficio y de la pasión, su forma de vida. Literal.
Para nosotros, los pericos, Manolo fue mucho más que el «hincha de la Selección». Porque Manolo también fue perico por un día. Fue uno más en aquella inolvidable final de la UEFA del 88. Lo recuerda el diario AS, y lo recuerda incluso el propio Bayer Leverkusen en su web oficial. El 4 de mayo en Sarrià, con aquel 3-0 con aroma de gloria, estaba él. En la grada, celebrando como uno más. Con su bombo, con su bota de vino y con la sonrisa de quien cree, como creíamos todos, que ese título no se nos escapaba.
Dos semanas después, en Leverkusen, también estuvo. Y allí, justo antes de comenzar el partido, besó la Copa UEFA frente a una nube de cámaras. Lo captó el Rheinische Post, en una imagen icónica que hoy nos resulta dolorosamente premonitoria. Porque aquel trofeo no era nuestro. Y porque, como bien resumía el diario alemán con cierta sorna, “un aficionado del Espanyol ya tiene el trofeo en sus manos, pero al final las cosas resultaron de otra manera”.

Aquel día, Manolo fue parte de nuestra historia. No ganamos, pero sí fuimos protagonistas de una gesta. Y él, que jamás fue de un solo equipo, supo ponerle ritmo al sentimiento blanquiazul. Nos animó. Nos representó. Nos entendió.
Su historia, por desgracia, no tuvo un final de cuento. Arruinado, enfermo, sin apenas contacto con sus hijos, y retirado como pensionista, sus últimos años fueron duros. Él mismo lo confesó entre lágrimas en 2022: se lo había gastado todo por seguir a La Roja. Llegó a hacer autostop para seguir al equipo por el mundo. Invirtió en su famoso bar junto a Mestalla, donde también lucía el escudo del Espanyol, lo convirtió en un Museo de la Afición… y lo acabó perdiendo todo.
Hoy nos queda su legado: más de 40 años dando guerra con su bombo, su camiseta roja y su entusiasmo contagioso. Nos queda la imagen de alguien que, sin ser de ningún equipo, fue de todos. Y por un momento, fue perico. Un hincha del Espanyol más, en el día más bonito —y más cruel— de nuestra historia europea.
