El pasado jueves, diecisiete personas fueron atropelladas por un vehículo en las inmediaciones del RCDE Stadium. Uno de los heridos permanece aún ingresado en la UCI. Todas las víctimas comparten una condición: eran aficionados del Espanyol que se dirigían al estadio para presenciar un partido de alto riesgo, el derbi ante el FC Barcelona. Y, sin embargo, lo ocurrido desde entonces evidencia una deriva preocupante: en Catalunya, incluso en un episodio como este, ser del Espanyol parece invalidar el derecho a ser tratado como víctima.
A medida que pasaban las horas tras el atropello, lo que debería haber generado una respuesta clara de condena y apoyo institucional hacia los afectados, dio paso a un relato alarmante. Desde determinados medios de comunicación se comenzó a construir una versión alternativa, en la que la responsabilidad recaía —total o parcialmente— en los propios atropellados. La conductora, vecina de la zona, fue presentada como una persona asediada, “acorralada” por una multitud hostil. Los Mossos d’Esquadra, lejos de ofrecer explicaciones contundentes sobre la planificación y ejecución del operativo de seguridad, optaron por apuntalar esa tesis con declaraciones ambiguas y sin contrastar.
El mensaje fue claro: el problema no era un atropello masivo en una zona de máxima afluencia peatonal. El problema era el Espanyol. Otra vez.

Este episodio ha servido para confirmar algo que, dentro del espanyolismo, se vive desde hace años: la facilidad con la que se estigmatiza al club y a su afición. Un trato mediático y social que se agrava por el contexto que rodea al fútbol catalán, donde la centralidad y el poder simbólico del FC Barcelona condicionan no solo las narrativas deportivas, sino también las políticas, sociales y mediáticas. En ese entorno, discrepar es incómodo. Y el Espanyol representa, desde hace décadas, la excepción que no encaja en el molde dominante.
Lo más preocupante, sin embargo, no ha sido el intento de justificar lo injustificable. Ha sido el silencio institucional. No ha habido comparecencias de cargos públicos para condenar el atropello o trasladar su apoyo a los heridos. No ha habido mensajes oficiales ni de las corporaciones municipales ni de los responsables de seguridad para asumir responsabilidades por un operativo fallido. Solo evasivas, declaraciones frías y una voluntad clara de desplazar el foco.
Como recoge El Periódico, en ese barrio hay vecinos que conviven desde hace años con molestias y dificultades los días de partido. Sus quejas son legítimas y deben ser escuchadas. Pero nada de eso justifica la criminalización de quienes, en este caso, fueron víctimas directas de un hecho gravísimo. Más aún cuando, en paralelo, se han difundido mensajes en redes sociales jaleando a la conductora e incluso celebrando el atropello por el simple hecho de que los heridos eran seguidores del Espanyol. El silencio de los principales medios ante esa barbarie retrata con crudeza el marco de impunidad con el que se puede atacar, ridiculizar o señalar al club y a su afición.
No se trata de pedir privilegios. Se trata de exigir el mismo trato que se esperaría si las víctimas hubieran pertenecido a cualquier otro colectivo. Nadie puede imaginar un escenario similar con seguidores del Barça sin que se hubiera suspendido el partido, sin que la conductora hubiese sido presentada como una criminal y sin que se hubiera desplegado una cobertura masiva exigiendo responsabilidades. Ese doble rasero es el que alimenta la sensación de abandono que hoy recorre al espanyolismo.
El atropello de Cornellà debería haber sido un punto de inflexión. Una oportunidad para poner el foco en la necesidad de reforzar los dispositivos de seguridad, revisar los protocolos y proteger a los ciudadanos. Pero, una vez más, se ha optado por el camino más fácil: señalar al Espanyol, convertir a sus aficionados en sospechosos y dejar sin voz a quienes, en realidad, fueron las únicas víctimas.
En Catalunya, atacar al Espanyol sigue saliendo gratis. Pero lo más grave es que, incluso cuando sus seguidores son víctimas de una tragedia, se les niega el derecho a ser tratados con la dignidad que cualquier otra afición merecería sin discusión. Es hora de preguntarse por qué. Y sobre todo, hasta cuándo.


