Gloria Diaz-Cano nos ha hecho llegar una carta que le surgió al ver una acción que quizás pasó desapercibida para muchos el pasado sábado, pero que a ella le llegó al corazón, protagonizada por uno de los capitanes del Espanyol, Sergi Gómez:
La cara bonita del fútbol
Yo no soy perica de nacimiento, pero comparto vida con un perico auténtico, y por suerte, he podido ir a Cornellà en varias ocasiones.
El pasado sábado, en el partido contra el Rayo, pude ser testigo de una acción que me emocionó muchísimo.
Hace falta a decir que, siempre, por una cosa u otra, me emociono en este campo, ya sea porque recuerdo a mi suegro tan feliz en él, o por qué tengo a mi hombre al lado que todo él es “carne de gallina”, cuando se canta el himno antes de empezar el partido.
Cómo decía, sábado estaba en segunda fila, detrás del banquillo blanquiazul, y a ante mí, todo lleno de niños y niñas, de pie, desgañitándose, gritando a sus ídolos para conseguir un saludo, una firma…
Me fijé en uno de estos niños, que debería de tener un nueve o diez años y que cuidaba y entretenía a su hermana pequeña (antes de que salieran los jugadores a calentar), enseñándole las firmas que habían conseguido de los jugadores en sus libretas (creo que solo llevaban una).
Este niño llevaba tres libretas y no dos, pero enseguida lo entendí. Después de un rato llegó hasta donde éstos se encontraban, su padre, con otro pequeño que llevaba a hombros sobre sus hombros (este pequeño tenía alguna dificultad de movilidad).
Este pequeño, desde la altura que le proporcionaba el gran hombro de su padre, iba saludando con su pequeña manita a los jugadores que iban saliendo al campo y que iban entrando después del calentamiento.
De golpe, Sergi Gómez lo vio; los separaba una distancia considerable debido a la anchura del techo del banquillo, pero esto no fue ningún obstáculo por qué este jugador dirigiera su palma con la mano abierta hacia la mano del pequeño para chocarla, provocando en ambos hermanos una gran emoción y alegría.
Cuando ya parecía que aquí quedaba todo, Sergi estiró los brazos para pedirle el pequeño a su padre, cogiéndolo a cuestas con mucha ternura, y llevándoselo al banquillo de los jugadores (aquí ya no pude ver qué pasó), y cuando volvió a aparecer, se lo llevó hasta el césped del campo, donde con mucha delicadeza lo puso en el suelo para que el niño lo pudiera pisar y tocar, aguantándolo todo el rato con sus brazos.
Cuando lo retornó a su padre, el niño tenía una cara entre la incredulidad y la emoción contenida, que no tienen precio (la de él, y la del hermano mayor, que desprendía la misma felicidad).
Gracias Sergi, por enseñarnos la cara más bonita del fútbol.
Glòria Diaz-Cano Naranjo

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