Decía Punset que es difícil discernir entre nuestros recuerdos reales y los fabulados por nuestra mente alrededor de todo lo que nos pasa desde que nacemos hasta, más o menos, los tres años. Que él mismo tenía un amigo inglés que creció recordando el estallido de una bomba de la II Guerra Mundial al lado de su casa y, ya de adulto, descubrió que, por aquellas fechas, sus padres le habían enviado prudentemente a casa de unos familiares fuera de Londres, lejos de todo peligro.
Pocos meses antes de que Maradona subiera hasta los cielos el listón de lo que puede hacer un futbolista en un mismo torneo, en México ’86, y de que vengara a su pueblo devolviéndole el orgullo herido en las Malvinas, el héroe fue a ver un mundano partido a Sarrià. Entre las lógicas pequeñas marabuntas que se formaban a su alrededor cuando el ídolo era advertido, estaba sentada mi madre embarazada de mí al lado de mi padre. Mi madre ni siquiera sabía quién era aquel muchacho de rizos alborotados que alborotaba todo a su alrededor. Entre Maradona y yo había, pues, una placenta de distancia, por lo que es probable que él no se acordara de mí. Pero, técnicamente, puedo decir que estuve un buen rato sentado con Maradona viendo jugar al Espanyol. Un año después, en 1987, su Nápoles ganó la primera Liga italiana, desafiando al poder del norte, y alguien tuvo la genial idea de colocar una pancarta en la entrada del cementerio de la ciudad sureña que rezaba “No sabéis lo que os habéis perdido”. Y, claro, si no pasas los 40, como es mi caso, te lo has perdido y has crecido queriendo a Maradona platónicamente. Has alimentado su mito cincelándolo según ibas cumpliendo años a golpe de documental, de vídeo de Youtube o de anécdotas de sus coetáneos. Te lo perdiste e intuyes que el fútbol que ha venido después no ha estado mal, pero parece un sucedáneo, un subproducto de marca blanca. En Maradona convergen tantas cosas en contextos tan concretos, que no necesitó morirse para ganarle el pulso a cualquier otro jugador aspirante al trono. Ahora, retrocedamos un poco más, hasta 1984.
Imaginaos lo siguiente: Maradona, acuciado por las necesidades de su agente, Cyterszpiler, fuerza su traspaso, sale con un portazo del despacho de Núñez, se ata la manta a la cabeza, llama a Baró, presidente perico, le dice que quiere quedarse en Barcelona, pero cambiando de acera, Baró se calienta, empieza a hacer números y viste al argentino de blanquiazul, unos colores que ni pintados. Maradona es Maradona, Sarrià se nos queda pequeño, pone la Liga española patas arriba, nos regala una UEFA, un par de campeonatos nacionales y, antes de irse al extranjero para saldar las deudas que nos dejaron esos años en los que vivimos peligrosamente, nos regala un capítulo dorado de la mayor epopeya deportiva jamás contada.