No voy a hablar de la pegadiza canción de Ricky Martin con motivo del Mundial de Francia ’98, aunque podría porque ya tengo una edad. Venía a decir que el ser humano es un animal lleno de contradicciones. Sobre todo, si lo comparamos con el perro. A diferencia del perro, que toma el sol en invierno, el ser humano suele amontonarse en la playa durante el verano. O planifica su economía orientándola al ahorro previsor para cuando llegue la jubilación, dando por hecho que esta llegará y ahí será cuando la ciencia habrá avanzado lo suficiente como para insuflarle el vigor que le faltará para gozar del tiempo que le quede. El perro come cuando tiene hambre y juega cuando está de humor para jugar. El hombre se pierde el paisaje durante el viaje por el afán de fotografiarlo absolutamente todo, hasta que no queda un paraje por amortizar. Subyace, pues, que nuestra felicidad suele estar mucho más condicionada por nuestras expectativas que por la realidad, a menudo previsible y desustanciada. Así las cosas, pasamos los agostos en la arena de la playa bronceándonos para salir guapetes por la noche mientras devoramos en la prensa deportiva nombres de posibles refuerzos para nuestro equipo. En silencio, vamos alimentando nuestras expectativas más optimistas imaginando conquistas memorables en la pista de baile y en la grada. Si eliminamos el factor ilusión de la ecuación, si no compensamos las ruedas de prensa telegrafiadas de Vicente Moreno con una salida fulgurante de Nico Melamed en el minuto 70, si no salimos a matar en lugar de hacerlo de tranquis, nos quedamos encorsetados en ese transitar timorato con el que muchas veces proyectamos a nuestro equipo las inseguridades propias. Adormecidos en ese ‘qui dia passa, any empeny’ en el que resulta cómodo refugiarse. Sí, ya sé que la prioridad es la Liga, ascender, que, como pasa con la Europa League, la Copa del Rey representa un tortuoso camino empedrado de rondas infames donde hay poco que ganar y mucho que perder. Pero, señores, no somos el Bayern Múnich como para ir administrando nuestras emociones y dosificando nuestras alegrías, por mucho que sepamos que duran poco en casa del pobre. Ya no les pido que piensen en las finales de Copa del Rey ganadas, solo que recuerden el camino hasta ellas. El asedio resistido en Riazor para hacer bueno el gol de Pandiani en 2006 o el tiro cruzado de Baljic sobre la bocina en Montjuïc en el 2000 con el que se nos encogió el corazón. O esas horas de autocar de camino a Mestalla o al Santiago Bernabéu en las que nos sentíamos protagonistas de una fiesta a la que nadie solía invitarnos. Nunca estaremos en un contexto idílicamente desahogado, en la situación ideal para soñar con el título que da más lustre a nuestras famélicas vitrinas. Tampoco en Primera división. Vivamos la Copa del Rey con ilusión. Y tírame pan y llámame perro.
Totalmente de acuerdo.