Esos minutos finales sobre el césped. Ese equipo roto, fantasmal, humano cuando se había sentido imparable. Esas lágrimas, la mirada extraviada y el homenaje de la pericada (o mejor dicho, de los 16.000 que otra vez sí han sabido ser héroes, elegidos). Ese volver a sentir, ese nuevo enlace. Esa es la postal, la Copa que queda. No es el típico apelar del orgullo, no se confundan: es el agradecimiento por tanta ilusión, eso que parecía aniquilado y machacado por tantos. Pues no. El Espanyol se ha levantado y se levantará cien, mil veces. Como siempre. Como hace un perico cada día.
Todo resultó hermoso… hasta que el balón empezó a rodar. Aduriz no faltó a su inapelable cita con el Espanyol y torció la fiesta raphaelesca generada por la grada. Ganó el Athletic en oficio, en huevos pelados por finales perdidas y en aquello que el fútbol le debe al gran Txingurri. Sí, también se lo debe a este bendito club soñador, es cierto, pero es que con recordatorios como el de esta excelente copa que igual la pelota hace memoria. Habrá que persistir: susurrale o volver a gritar al cuero que le debe un par al RCDE. Volver a enloquecer (vale, igual no tanto, porque el hype ha resultado agotador) y creer en lo imposible. That’s the way.
Por desencajados que estén, observen el bello viaje copero: ha cambiado el paisaje perico y, lo más importante, su alma de turista. El curso que empezó con una sobrecarga de resignación ha tenido su punto culminante (hey: por ahora) en una sobredosis de euforia y de reenganche. Apabullante ebullición en las redes sociales, gloriosa comunión entre club y aficionados, motada imperial, recibimiento cósmico y gradas locas, enardecidas, con tifos y mosaicos de lujo. Todo ese prólogo, pericada, incluso vale la pena del “destrempoak” posterior. Era el reequilibrio que este Espanyol necesitaba, y no vale ahora criticar una supuesta prepotencia en la eliminatoria cuando, al fin y al cabo, no había otra cosa aquí que hambre de gloria. Traigan ya otro plato, rápido.
Venció el Athletic con justicia, por más permisivo que fuera el árbitro en San Mamés. Los vascos ahogaron cerebro y corazón, a Sergio le estrangularon los espacios y el sideral Lucas representó, por desgracia, el papel de ceniciento que le recae ahora el Espanyol. Se escapó la final, pero estos dos meses de renacimiento, de la blanquiazul sobre cualquier otra bandera, son de los que deberían reescribir las pequeñas historias de este club. Chicos y Monstruo: buen trabajo. La próxima (por qué no en la Liga) saldrá mejor.