Nos gusta gustarnos y pensar que no somos como los demás. Nunca terminamos de desperezarnos de la ensoñación pueril desde la que esperamos a que no se sabe muy bien quién nos recompense de alguna manera por todos los perjuicios sufridos, por toda la resistencia inquebrantable, por toda la fe entregada sin esperar nada a cambio. Quien sea: un rico inversor y manirroto, un Ferguson que haga magia desde la pizarra o un Monchi de videojuego. Algo, alguien. Nos gusta vernos como un ave exótica en un entorno hostil, en peligro de extinción, llena de singularidades, con hábitos excéntricos, contradictorios e impropios de su hábitat natural, que ha desesperado hasta al ornitólogo más sesudo. Un síntoma inequívoco de que nos parecemos más a los demás de lo que nos gustaría es que nos intentamos convencer de lo contrario. Nos imaginamos diferentes, más puros, hechos de otra pasta, sentimos más o mejor, incluso con menos, seguros de estar en el vagón correcto, aunque sea uno de cola. Y con aires presuntuosos, como el adolescente que reniega de su padre hasta que un día se convierte en el adulto más parecido a él, se descubre en gestos a los que se creyó inmune y ni siquiera se sorprende votando a partidos que jamás imaginó votar o comprando la leche sin lactosa. Nos gusta tanto gustarnos que a veces se nos olvida intentar gustar, predicar con el ejemplo y buscar nuevos acólitos con los que distraernos un ratito mientras saltan los jugadores al campo y en él nos reconocemos los 20.000 habituales. Siempre vemos el jardín del vecino más verde y nos creemos más guapos de lo que salimos en las fotos, no vaya a ser que la realidad nos arruine el buen titular que somos. Por eso, porque no somos como los demás, pero nos empeñamos en demostrar lo contrario, pasamos de pedir la jubilación de Diego López a reclamar su renovación, de subirnos al carro del entrenador a ponerle algún palito en las ruedas, de jactarnos de ser el verdadero equipo local a exigirle más al propietario foráneo que nos rescató, de enarbolar la bandera del darderismo a dudar de Darder. 121 años y unos días después nos hemos convertido en grandes sociólogos, capaces, incluso, de consensuar cuáles son los males de nuestro club. Conocemos la herencia genética del enfermo y acertamos en el diagnóstico, pero somos incapaces de dar con la receta, con el tratamiento. Como la culpa nunca es nuestra y el mundo conspira contra nosotros, depuramos responsabilidades pidiéndole más intensidad a los futbolistas y más ambición a los ejecutivos. Intensidad y ambición, dos lugares comunes con tanta pegada como vaguedad. Soñamos con proyectos estables con la misma gratuidad con la que lo quemamos todo si la pelotita no entra tres partidos seguidos. Envidiamos a Betis o Real Sociedad con la misma facilidad con la que hace 15 o 20 años nos hubiéramos cambiado por el Deportivo o Zaragoza. Seguramente, entre el idealismo adolescente en el que nos reconocemos y el adulto pragmático que aborrecemos y no queremos ser, está la verdad, nuestra verdad. Quizás, entre el atractivo tipo que vemos en el espejo y el de las fotos incómodas está la realidad. Quizás, solo los demás, desde fuera, sepan realmente quiénes somos.