25 años se cumplen de la desaparición del estadio de Sarrià. ¡Un cuarto de siglo! Casi nada. Y, como me sucede en fechas señaladas, hoy estoy un poco ‘pocho’, de bajón. Porque en ese momento, a pesar de contar con nueve añitos, sentía Sarrià, la casa del Espanyol, como algo mío, como si se tratara prácticamente de un familiar más. Y, aunque fuera un niño, recuerdo perfectamente el día de la demolición, así como muchos de los recuerdos que permanecen en mi memoria como oro en paño.
Porque Sarrià era fútbol. Era ese olor a césped que apenas he vuelto a sentir en un estadio nunca más. Era ese sentimiento de pertenencia que pensaba que con el RCDE Stadium se recuperaría, pero no; siento al Espanyol cada vez más lejos. Para mí, Sarrià era mucho más que resultados, para mí Sarrià era felicidad. Es cierto que ahí está la bisoñez de un niño que lo engrandece todo, pero no puedo dejar de pensar en ese estadio y sonreír. Sonreír porque, cuando estaba ahí, con mi más absoluta timidez, era un niño impresionado y feliz.
La demolición del estadio me cogió jugando a la videoconsola con un amigo en casa. Siempre recordaré cuando, llegado el momento, me llamó mi padre para que le acompañara en tan triste momento. Mi progenitor, parte de la plataforma ‘Salvem Sarrià‘ y defensor acérrimo de que el Espanyol podía seguir con vida sin necesidad de vender su casa, personaje en todo su conjunto que salió a gritos de ‘president, president’ tras un impecable discurso en la Junta Extraordinaria de Accionistas en la que se dio luz verde a la venta de Sarrià, vio cómo todos sus esfuerzos se iban al traste cuando los dos, abrazados, vimos desaparecer gran parte de nuestra felicidad. A lágrima viva, fuimos de los que nos atrevimos, con el corazón en un puño, a ver reducidos a escombros parte de nuestra vida.
Permaneció en pie parte de la tribuna vieja, curiosamente donde tres generaciones de Fanlo nos sentamos durante años y años. ¿Guiño del destino? No lo sé, pero les puedo asegurar que en ese momento, dentro de lo trágico de la escena, ver en pie la zona en la que tanto había compartido con mi abuelo y mi padre fue motivo de orgullo. Goles, suspensiones como las de un Espanyol-Barça que acabó al poco de empezar debido a una inmensa tromba de agua, el famoso ‘naranjazo’ a Brito Arceo, flipar con los tifos y los cánticos animados de Brigadas Blanquiazules, el olor a puro del socio que se sentaba en el asiento de mi lado, ver que el fútbol puede ser arte gracias a Francisco López Alfaro, brincar con las internadas por banda de Moisés Arteaga y Jordi Lardín, alucinar con los goles de Florin Raducioiu y el ‘Chiqui’ Benítez…
Pese a ello, mi mayor recuerdo en ese estadio, en nuestra casa, es el último partido, en el que cambie de ubicación para situarme junto a un amigo y su padre a pie de campo y poder saltar al verde una vez acabado el encuentro. Y estirarme sobre el césped, pensando y sintiendo un terreno de juego que poco antes habían pisado mis ídolos. ¿Qué más puede pedir un niño de nueve años enamorado del fútbol y del Espanyol? La pena es que ese sueño meses después se tornó en pesadilla. Eso sí, el trozo de césped se vino conmigo para casa como el mayor de mis tesoros, como hicieron muchos y muchos de los allí presentes.
Fueron pocos los años que pude disfrutar de Sarrià, pero lo hice. ¡Y cómo lo hice! Resultados aparte, ni el Estadi Olímpic de Montjuïc ni el RCDE Stadium me han hecho sentir lo mismo que Sarrià, un estadio que sin duda tenía una magia especial y que echo mucho de menos. Por mi infancia. Por mis recuerdos. Por los que ya no están. Y porque, simplemente, era nuestra casa. Y nos la quitaron.