No sé qué edad tiene usted que me lee, pero yo tengo 52 y las veces que he pensado para mis adentros “mañana podemos ser campeones” son exactamente cinco. Las dos copas, el ascenso del Sant Jordi del 94’, Glasgow y ese Leverkusen que todavía me duele en el alma. Cinco veces. Solamente cinco. Y eso que ya me han vacunado. Permitan que siga explicándoles batallitas. Mi hijo mediano tiene 14 años, y hasta ahora el fútbol le había interesado tanto como a mí la gimnasia rítmica. Pero este año, no sé qué mosca le ha picado, ha arrinconado el Minecraft y ha empezado a apasionarse por el fútbol. Y claro, por el Espanyol, porque en mi familia no existe el derecho a decidir. El que no sale perico lo lanzamos a un acantilado, como hacían los espartanos. No sufran, hasta ahora no ha habido bajas, pero ya estoy pensando en ver cómo le explico no ya que igual no vamos a ganar, sino que no tiene ni siquiera derecho a ilusionarse. Porque este es el mensaje que estoy palpando en parte de los aficionados y ay, de la propia entidad. Sinceramente me preocupa que después de 120 años y un descenso, no nos hayamos dado cuenta de a dónde nos ha llevado la autocomplacencia.
No deberíamos haber llegado a jugarnos el título este domingo, pero así ha sido. Una vez aquí hemos de poner toda la carne en el asador –la que tengamos, pese a las bajas– para ganarlo. Y además, hay que decir abiertamente que ganarlo es lo que nos toca. No que “intentaremos ganar” como he escuchado de nuestros profesionales, sino que “lo ganaremos”. Y durante la semana no he escuchado a ninguna voz autorizada decir “lo ganaremos”. Y no lo hemos dicho porque parece que decir que lo queremos ganar nos da más miedo que la derrota en sí misma. Demasiadas veces tengo la sensación de que como club no nos señalamos objetivos elevados por miedo a que eso subraye la derrota. Como si rebajar las expectativas fuese la mejor manera de mitigar un fracaso. Eso, amigos, es hacer trampas al solitario. Decir a priori que la victoria no tiene tanta importancia no te convierte en menos perdedor. Te convierte en un miedoso.
Cuando uno tiene espíritu competitivo y va a jugar un partido de fútbol, aunque sea en la playa entre veteranos de barrigón cervecero y delimitando la portería con dos chancletas, lo quiere ganar. ¿Tienen nuestros jugadores ese espíritu? ¿Lo tienen nuestros dirigentes? ¿Cómo no va a ser importante para un club ganar una competición, cualquier competición? ¿Cómo no va a ser importante decir que hay que ser campeón de Liga, que has sido el mejor de los 22 equipos en una temporada aciaga? Honestamente, no lo entiendo. Como no entiendo la teoría de la descompresión de nuestros jugadores tras el ascenso, pero lo peor es que en Mallorca, nuestro rival, parece que tampoco la entienden. Han sumado seis de seis tras su ascenso, nosotros cuatro de nueve. Si de verdad queremos cambiar realmente la cultura de club, cambiar las amarguras que desembocaron en el descenso en una historia de éxito y encarar de la mejor manera la próxima temporada, no podemos empezar haciendo como en el cuento de la zorra y las uvas, que como saltando no las alcanzaba al final dijo que estaban verdes. Hay que ganar. Y para ganar, hay que desear ganar y no hay que tener miedo a decirlo en voz alta.
Hay dinero en juego. Hay honor en juego. Hay historia en juego. Es la sexta vez en mis 52 años de vida que pienso, “mañana podemos ser campeones”. Quiero serlo.