A falta de media docena de jornadas para el final de liga, y salvo sorpresas de última hora, podríamos asegurar casi con total seguridad que el concurso del Espanyol esta temporada ha sido de escasísimo valor nutritivo para el aficionado, después de haber visto al equipo navegar entre lo insustancial y lo anodino desde que arrancó la liga. Complicado contentar así al periquismo más arraigado, y no digamos ya en lo tocante a la captación de nuevos socios.
Lejos de los picos nevados donde reina el fútbol de alto rendimiento, el Espanyol recuerda al clásico tren de mercancías de las películas del Oeste que arrastraba su osamenta por aquellas planicies polvorientas, ajeno e indiferente a todo. Una travesía carente de dimensionalidad, sin voltaje de ningún tipo y del mismo calado que el fútbol que ha estado exhibiendo (dudo que alguien llegue a recodar esta temporada en los años venideros). Anulada toda pasión y movidos por un espíritu negacionista del fútbol que vamos regalando por la geografía española, me gustaría creer que toda esta inacción -en la que obviamente están involucrados también técnicos y directiva-, será capaz de generar un debate este verano para abordar el destino del equipo, y ponerle un traje de fallera a más de uno. Porque lo peor que se le puede hacer a nadie es quitarle toda esperanza en la vida, y que es, más o menos, cómo nos sentimos los aficionados pericos. Silenciados como ese tren indolente al que no le asaltan ni los indios.
Más allá del deslucido año futbolístico y de algunos momentos de autoparodia en lo directivo, este club dispone todavía de la capacidad de moldear la realidad y hacerla –¡oh por favor!- menos insulsa. Todavía estamos a tiempo de dignificarnos, aunque solo sea un poquito.
Hasta donde yo sé, el fútbol siempre había aunado competitividad y pasión, que vienen a ser mandamientos casi de manual. Y de ahí manaba entonces una ilusión efervescente que nos contagiaba a todos, y como en un círculo vicioso, equipo y afición nos fundíamos en los mismos campos energéticos, imantados por una fe desaforada, porque había hambre de fútbol y ganas de todo, porque nos vaciábamos cantando y aplaudiendo, y uno quería que las temporadas durasen cien partidos. Pero la realidad es otra, bastante más tibia y desapasionada de lo que nos gustaría, y parece que ande uno rezando para que se acabe cuanto antes, siempre que andemos lejos del descenso. Pero ahora no asoman ni el hambre, ni las ganas ni nada. Acollados como estamos por un conformismo tedioso en el mejor de los casos. No quiero ponerme en plan nihilista, pero solo hace falta echar un vistazo a las gradas para ver cómo se van vaciando. Pero ojo, que el interés no se compra regalando entradas. La gente ya no está para aburrirse. Como tampoco nadie corre a ver cómo cruza el tren por los secarrales olvidados.