La investidura de Salvador Illa como president de la Generalitat marcó el inicio de una nueva etapa política en Catalunya, pero también —aunque pueda parecer anecdótico— ha puesto sobre la mesa una cuestión simbólica que no había sucedido nunca desde la restauración de la democracia: por primera vez, el máximo representante institucional de Catalunya es seguidor del RCD Espanyol.
Hasta ahora, todos los inquilinos del Palau han sido reconocidos seguidores del FC Barcelona. No sólo lo han sido, sino que muchos de ellos lo han manifestado públicamente, de forma explícita y, en muchas ocasiones, electoralmente rentable.
Durante muchos años la clase política catalana se ha apuntado, bien por afición o por réditos electorales —a nadie escapa lo que supone declararse abiertamente culé en una sociedad tan sectaria futbolísticamente hablando como la catalana— a declararse abiertamente como culé, y sólo hay que recordar aquella vergonzosa imagen de todos los candidatos a la presidencia, representando a todo el espectro político, posando con la camiseta del Barça en el 2010.

Esa fotografía, convertida en símbolo de la hegemonía mediática y social del Barça en Catalunya, continúa siendo una herida abierta para buena parte del espanyolismo. Una imagen que, para muchos, representa no sólo un favoritismo deportivo sino también una exclusión simbólica. El Espanyol, con más de 120 años de historia, ha quedado históricamente relegado a un segundo plano institucional. Invisibilizado. Y en demasiadas ocasiones, ninguneado.
La llegada de Salvador Illa al cargo, pues, no pasa desapercibida. No por lo que ha hecho —no ha habido por ahora ningún gesto explícito hacia el club perico—, sino por lo que representa. Por lo que podría suponer en términos de visibilidad y equidad simbólica en una Catalunya donde, durante años, lo que no era azulgrana quedaba automáticamente fuera del relato institucional dominante.

Ahora bien, su papel también abre un debate legítimo: ¿debe una máxima autoridad como el president de la Generalitat mostrar públicamente su preferencia futbolística, como han hecho en Madrid figuras como Almeida (Atlético) o Ayuso (Real Madrid)? ¿O lo correcto es mantener la neutralidad institucional y representar, sin excepción, a todos los ciudadanos, sean del Barça, del Espanyol, del Girona, del Madrid o del Betis?
Hay argumentos para ambas posturas. La visibilidad pública de una afición puede ser leída como una muestra de autenticidad y conexión con la ciudadanía. Pero también puede convertirse en una fuente de agravio comparativo en contextos tan emocionalmente polarizados como el futbolístico. Más aún en Catalunya, donde el fútbol ha estado tan íntimamente vinculado a identidades culturales, sociales y políticas.
Lo que sí parece indiscutible es que este nuevo escenario representa una oportunidad. No para caer en favoritismos ni para utilizar los colores de un club como bandera política, sino para equilibrar una balanza que durante años ha estado completamente inclinada hacia un solo lado. Que el Espanyol exista, que sea tenido en cuenta en la agenda institucional, ya sería un paso adelante. Y que pueda ser defendido con la misma legitimidad con la que históricamente se ha defendido al Barça, aún más.
La presidencia de Illa, por tanto, no debe leerse como una ocasión para revanchas, pero sí como un contexto inédito que invita a revisar ciertos hábitos asumidos como naturales. No se trata de esperar un president con bufanda blanquiazul en cada partido, sino de recuperar el espacio que nunca debimos perder.
En una sociedad diversa, también en lo deportivo, el reconocimiento empieza por algo tan básico como admitir que no hay una sola forma de sentir los colores.
